Siete versiones de Kafka: 7. Expiación

El Proceso [Le Procès] – Orson Welles, 1962

El Proceso 4

Estar encadenado es a veces más seguro que estar libre

Albert Hastler, el abogado.

 

Josef K. huye, se tambalea, entre pasadizos de paredes descascaradas, cubiertas con estanterías que guardan miles de folios y carpetas; entre oscuros túneles entre cuyas tablas de madera se filtran la luz y los gritos de la multitud; entre laberintos de piedra y objetos de oficina —escritorios, máquinas de escribir, papeles, libros. Las habitaciones se expanden y comprimen en virtud de la presencia humana deformada en contrapicado contra la arquitectura, tan pronto escasa e insignificante frente a puertas y bóvedas altísimas, tan pronto asfixiante en los techos bajos y la multiplicación de los hombres.

La lógica de la pesadilla es una lógica del espacio, y del ser humano en él. Lo que en Kafka es episódico y entrecortado, en Welles adquiere la forma de un dédalo que obliga al movimiento constante en una falsa fuga, porque el sujeto, que ha nacido y crecido en la angustia, que no conoce otra cosa que la imposibilidad de la Justicia, sabe que está condenado a la esclavitud. El director ve, con precisión, la parte de responsabilidad que le cabe al protagonista: “Encuentro en el libro repetidos indicios de que K. se encuentra en un camino de ascenso en la burocracia, no es el Señor Cero en la máquina sumadora, no es el Pequeño Señor Nadie, no es un pobre e insignificante contador sin rostro, sino un hombre joven muy ansioso por salir adelante en este mundo horrible”.

Josef no es un rebelde, alguien que busca romper con el sistema. Está condenado a moverse entre los pasadizos de la burocracia monstruosa que Welles concibe como “gran villana de la pieza”; es parte de ella y, como tal, más allá de su reacción de rechazo al conocer su proceso, como quien se entera que padece una enfermedad terminal y, aunque interiormente sepa que ningún berrinche va a salvarlo, no puede evitar, en primer lugar, las expresiones de rabia y, después, alguna búsqueda de negociación, sólo puede manejarse en la lógica absurda y, en la película, onírica, de la sociedad a la que pertenece.

El Proceso 3

En esta sociedad, la “civilización industrial” en palabras de Danièle Huillet y Jean-Marie Straub, el trabajo ha perdido cualquier poder dignificante que alguna vez, quizás, haya tenido. Sin embargo, y a diferencia de la búsqueda del matrimonio francés en su adaptación de América, Welles se aferra a una visión ensoñada de los laberintos burocráticos y no a una lógica de las relaciones de clase. Aún así, la visión oscura del escritor checo respecto al trabajo aparece tanto durante la segunda secuencia del film, cuando los oficiales le informan a K. que está bajo arresto por lo que no puede abandonar la habitación, pese a lo cual le aclaran que “eso no le impide ir a trabajar” (el empleo como extensión de la prisión impuesta por la lógica pesadillesca del mundo contemporáneo); como durante las escenas en el banco, transformado por Welles en un enorme galpón carente de cubículos o tabiques que dividan el espacio, y con una gran vidriera que lo separa de la calle, lo que deja expuestos a los cientos de trabajadores mecanografiando de manera incesante y, en mayor medida, a K., cuyo escritorio se halla en una tarima por sobre el resto, a la vista de todos.

El autor de Mr. Arkadin opta por un camino diferente al seguido por Michael Haneke y los Straub en sus respectivas adaptaciones de las otras dos novelas inconclusas de Kafka. Si estos respetan el carácter episódico y relativamente inconexo de los capítulos, y limitan al máximo los movimientos de cámara, la gesticulación en las actuaciones, así como el número de personajes y el detalle de las locaciones y decorados, con lo que logran cierta comunión de estilo con el escritor; Welles percibe en el espíritu kafkiano una conexión con sus tendencias expresionistas. Apela al plano secuencia; a la luz que parpadea, oscila o se filtra en rayos asimétricos; a los espejos; a la mirada torcida; a la arquitectura que subyuga tan pronto con su estrechez, tan pronto en la imposibilidad de ser abarcada; a la multiplicación de las puertas, los pasadizos, los hombres.

La “sociedad industrial”, el mundo moderno o como prefiera llamársele, tiene en la burocracia una piedra basal, y en el Holocausto uno de sus momentos climáticos. Kafka no llegó a vivirlo, pero sus tres hermanas murieron en campos de concentración nazis, al igual que una de sus amantes, Grete Bloch, quien alguna vez dio a luz a un niño que podría haber sido hijo del escritor.

En el malestar de su obra se prefigura al Holocausto. Después de acontecido, Welles no ha podido sostener el final original de la novela. K. ya no puede rendirse ante la muerte, no puede ofrecerse al cuchillo redentor como víctima sacrificial (“todos somos judíos después del Holocausto”), debe gritar, debe mostrarse en abierto desafío ante lo prescrito, ante lo ineludible; depositado en un gran pozo en las afueras sólo puede ser destruido con una explosión, sin sumisión, sin masoquismo, diría el director, pero con la seguridad de que no hay otro destino posible —y esto nada tiene que ver con alguna clase de determinismo, sino con dar cuenta de una condición material— para quien “ha sido concebido en el seno del horror.”

El Proceso 2

 

Ezequiel Iván Duarte

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